En un mundo digitalizado en el que cada día se producen miles de avances tecnológicos, la industria de la música no ha sido la excepción. Poco a poco ha ido cambiando notablemente la manera en la que esta se crea, produce y escucha. Actualmente con el predominio de las plataformas digitales, que cada vez son más usadas por la población, como Spotify, Amazon Music o Apple Music, la acción de escuchar tus canciones favoritas se ha vuelto más sencilla y portable.
Pero bajo ningún concepto debemos olvidar una de las formas más veneradas de reproducir la música: los discos de vinilo. Tras la decadencia que tuvo a partir de los ochenta por la aparición del CD, podemos decir que hoy en día vive su segunda juventud. Y es que cada vez somos más las personas jóvenes y amantes del coleccionismo las que nos interesamos por este formato.
Esta experiencia inmersiva va más allá de la música. Dejando de lado su calidad auditiva, los vinilos ofrecen toda una aventura sensorial para quienes buscan desligarse de la digitalización que nos inunda.
«Una aventura sensorial para quienes buscan desligarse de la digitalización que nos inunda»
Este proceso que envuelve la vivencia de reproducir estos discos va más allá del oído. Involucra a más de un sentido. El ritual que supone ponerlo en el tocadiscos, bajar el brazo y ser capaz de colocar bien la aguja, no es tan sencillo como darle al play, pero nos hace sentir la música a través del tacto. Poder tocar el disco y visualizar minuciosamente cada detalle de la portada es uno de los factores que más hacen disfrutar de la reproducción analógica.
Los dos formatos siempre pueden coexistir exitosamente, dándonos la posibilidad de disfrutar de lo mejor de ambos. Sin embargo, estas joyas, poseedoras de un gran valor sentimental y que guardan historias y legados, nos hacen recordar que lo que nunca será capaz de darnos la tecnología es la capacidad de vivir experiencias.
