Junio, el mes más esperado por el estudiantado. Significa la entrada del verano y con él la reducción de nuestras preocupaciones. Después de un curso lleno de estrés, exámenes y entregas de trabajos, supone cerrar otra etapa. Hablo en mi nombre y en el de mucha gente cuando digo que, para quienes estudiamos, nuestro año empieza en septiembre y no en enero. Es por ello que, una vez concluido el curso, comienza nuestra libertad.
En nuestra infancia, los veranos parecían interminables, al punto de que llegué a pensar que un año escolar equivalía a otro de vacaciones. El tiempo transcurría más despacio y lo aprovechaba más o eso creía yo. Hace poco, una persona muy sabia me confesó que «cuando estamos en la fase de crecimiento, todo es nuevo y excitante, por lo que prestamos más atención. A esto se suma que comparamos los tiempos con el que hemos vivido, lo cual hace que nos parezca más lento».
Después vas creciendo y con ello incrementas las obligaciones. Durante la etapa escolar empiezas a ser conscientes de que el verano solo durará tres meses, lo esperas con ansias para vivirlo al máximo. Sales a jugar a la pelota, a comerte un helado con la familia y, si es posible, realizar un viaje con tus seres queridos, lo que generará anécdotas para contar al regreso. Cuando te das cuenta, añoras el colegio y a tu clase. Hacia finales de agosto tu mayor preocupación se convierte en cuál va a ser tu nueva mochila y si coincidirás con tu mejor amiga.
Empiezas el instituto y aunque te sientes mayor solo tienes dieciséis años y la labor de tus mayores consiste en ser insistentes y exigentes. A pesar de ello, estos veranos son de los mejores: finalizan las clases y solo se necesita un bañador, una toalla y la compañía de amistades para ser feliz. A diferencia de la etapa anterior, no deseas regresar a las aulas ni se extrañan las clases y solo esperas que el tiempo pase más lento, como solía hacerlo en la infancia.
«Solo se necesita un bañador, una toalla y la compañía de amistades para ser feliz»
Al llegar a la edad adulta empiezas la universidad, los ciclos formativos o el mundo laboral. Todo cambia. Puedo asegurar que son los mejores veranos que hay, pero con la llegada de junio ya no se experimenta la misma sensación de libertad. Es cierto que, si estás estudiando, como es mi caso, supone un alivio y un respiro.
Has dejado otro año atrás y te queda menos para finalizar tu formación y enfrentarte a un mundo en el que no es habitual dedicarse a la profesión para la que te has preparado. En este punto, comienzan las angustias por convertirse en una persona adulta en todos los sentidos, sumada la presión social que enfrenta la juventud en la actualidad.
Los veranos entre los dieciocho y los veintidós años son los momentos que más recordarás y que te harán más feliz. Estás en edad de salir todos los días a la playa, cenar e ir a la verbena de tu pueblo, y como suelo decir: «¡Qué suerte vivir aquí!». A pesar de que algunos estén realizando prácticas, otros trabajen temporalmente, recuperen asignaturas o tengan compromisos con sus parejas, siempre hay planes para cada día del verano. Ya nadie restringe tus salidas, tienes carnet de conducir, o alguien que lo tiene, y te encuentras en la mejor etapa de tu vida. «Porque un poco de verano hace que todo el año valga la pena», confesó John Mayer.