Este artículo lo dedico a todos a aquellos que juran y perjuran que el racismo ya no está presente en nuestra sociedad. Han pasado casi seis décadas desde el régimen político y social del apartheid y muchísimas más si hablamos de los estatutos de limpieza de sangre. Sin embargo, estas ideologías siguen vivas en muchas partes del mundo y se ha manifestado en diferentes ramas. Las personas no nacemos siendo racistas, por supuesto que no. La discriminación racial se aprende y se nutre desde el núcleo familiar, para luego fortalecerse en el colegio, en el trabajo, en las series de televisión, en el cine, en los libros. Y es a partir de estos escenarios donde surge el odio, los prejuicios y los estereotipos hacia todos aquellos que no nos interesa identificar como personas iguales a nosotros, sino como seres inferiores carentes de derechos. Es el caso de los negros, los moros y los gitanos. Por ello, escribo estas líneas para tratar un tema que, durante los últimos años, ha logrado bastante auge en países africanos, asiáticos, caribeños y sudamericanos: los blanqueadores de piel.
Desde pequeñas, las mujeres racializadas han crecido bajo la dictadura de la piel blanca. Sintiéndose diferentes, incómodas e insatisfechas consigo mismas. De ahí, que el afán por aclararse se haya convertido en un negocio lucrativo para las grandes multinacionales, puesto que en numerosas partes del planeta este canon sigue siendo el ideal de belleza y no solo eso, sino que además está vinculado con la rígida estructura social de algunas culturas. Así pues, una encuesta regional elaborada en el año 2004 encontró que los productos para blanquear la piel fueron utilizados por al menos el 58 % de las mujeres tailandesas, 50 % filipinas y 35 % sudafricanas. En promedio, estas mujeres gastaron aproximadamente el 10 % de sus ingresos mensuales en productos para aclarar la piel. Y en 2013, según datos de la farmacéutica india Ethicare Remedies, el blanqueamiento de piel generó unos 30 000 millones de rupias, casi 500 millones de dólares, convirtiéndose en uno de los sectores con más crecimiento en la India en los últimos dos años.
Las sombras del prejuicio
El mecanismo que utilizan las industrias cosméticas para la venta de sus artículos es la promoción de anuncios publicitarios cuyo mensaje subliminal deja claro que cuanto más clara de piel eres, más posibilidades tienes de ascender de estatus, obtener un mejor empleo y, como consecuencia de ello, una mayor aceptación social. Marcas como Nivea o Dove, por poner un ejemplo, han sido acusadas en diversas ocasiones por difundir campañas racistas.
Asimismo, los principales componentes de las cremas blanqueadoras son el cloro, la hidroquinona, el ácido ascórbico y el ácido kójico entre otros. Este último fue descubierto en Japón, su uso no tardó en popularizarse y en poco tiempo comenzó a ser adoptado por la industria cosmética debido a que, a parte de decolorar la melanina, previene su formación. Otro de los elementos más utilizado es el mercurio que, según un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicado en el año 2011, puede provocar dermatitis, eczemas, irritaciones, pigmentación, adelgazamiento de la piel e incluso cáncer.
Y yo me pregunto, ¿cómo es posible que la sociedad no se haya dado cuenta del riesgo que puede suponer estos químicos para nuestra salud física e incluso mental? La respuesta es sencilla, porque el racismo no ha desaparecido, sigue latente, aunque nos cueste aceptarlo. Se trata de una mentalidad colonial tan arraigada a nosotros que pasamos por alto cada expresión, gesto o hechos que suceden en nuestro día a día por muy insignificantes que sean. Y en lugar de pararnos a reflexionar sobre ellos, preferimos ponernos una venda en los ojos o mirar hacia otro lado. Por ello, es necesario combatir, enfrentar y denunciar estas prácticas, pero sobre todo hacerlas visibles para no normalizar una nueva forma de exclusión social.
Foto: Jane Hahn para The New York Times.