Durante la edad media, es decir, desde el año 711 hasta el siglo XV, España estaba bajo el poder musulmán, que dominó parte de la Península Ibérica y de la Septimania, también conocida como Al-Ándalus. En 1492, terminó el mandato de los árabes y las regiónes pasaron a ser de los reyes católicos que pusieron fin a esta posesión. Han pasado 529 años después de aquello. Sin embargo, seguimos, de alguna forma pensando de la misma manera. Solo hay que centrarse en la actualidad y ver casos como el de la asesina Ana Julia, acusada por matar al pequeño Gabriel Cruz y también juzgada, principalmente por ser de República Dominicana. El revuelo y el odio ‘’justificado’’ que se le ha dado no es ni el equivalente cuando comete el mismo delito una persona europea, por ejemplo.
Otro caso que es necesario nombrar es el de Ousseynou Mbaye, un hombre senegalés que falleció, en la calle Olivar de Lavapiés, al sufrir un ictus tras verse envuelto en una redada de policías. Porque de eso se trata, de los prejuicios que nos pone la gente. A lo largo de nuestra vida conoceremos en torno a 2 millones de personas y cada una de ellas tendrá un concepto diferente de nosotros. Nos pondrán etiquetas sin conocernos. Lo harán solo por nuestra apariencia, por cómo vestimos, cómo actuamos o por nuestro color de piel.
En España se sigue negando lo evidente, decimos eso de «no soy racista». Sin embargo, las redes sociales contribuyen a expandir esta discriminación. Cuando ocurren estas cosas, como en los ejemplos anteriores, son las primeras en juzgar. Aquellas personas que se creen con capacidad para dictaminar y sentenciar sin saber, y que enjuician por el exterior, por el color de la piel, haciendo crecer el racismo y, como no, el morbo. Y esto ocurre porque los medios sociales se han convertido, hoy en día, en un tribunal en el que todos opinamos y decidimos las sentencias que creemos que son correctas.