Por fin. Las semanas pasan volando, parece que fue ayer, ¿no? No, es verdad, me lo diste cuando nos conocimos, sí, ¿no te acuerdas? Hace ya… Casi un mes, ¿dos, tanto? Me ha encantado. Tengo que decírtelo, estuve arrastrando las palabras bajo un rodillo de pan de millo. Y lo abrí, al principio, cuando llegué a casa aquel día, y de él se escaparon cientos de pétalos, casi vibran ventosos, apenas pude atraparlos y ya me pedían volver al interior de sus páginas. Pocos quedaron en su sitio, lo siento, debí tener más cuidado. Lo solía hacer, secar alguna flor y así guardar su olor, debió de ser especial esa copa deshojada.
Tampoco sabía que eras de los que garabatearas y subrayaras, qué poco respeto…
Me hacía gracia sentirte entre líneas, con esa letra tuya pegadita, como con frío de viernes noche sin paraguas ni prisas. Las sombras trepaban entre mis manos y apenas podía vislumbrar qué me decías, “y entonces comprendí que él todavía no se había acostumbrado”, leí. Un pétalo aún rosado se desprendía, y recordé que sueles contar los números de tres en tres, separar los hexágonos en diez y mirar hacia los espejos simétricamente para que tu mundo no se vuelva del revés.
“Cada mañana me asomo a la terraza y te soplo besos”, marcaste en negrita. Me acuerdo porque desde tu ventana no hay vistas, apenas unas calles, unas celosías que sirven para tender la ropa y que se llene el cuarto de olor a lavanda y estambres tostados de azafrán, dime, ¿llegarían sobre las olas del Pacífico o del Atlántico, del agua turquesa o de los turbulentos remolinos, qué crees?
Picas palabras con la lengua y trastabillas con el lápiz cuando escribes. “Dolor”, dices cuando grita “¿Se ha creído que soy una autómata, una máquina sin sentimientos?”. Y te vi caer y chapotear en la playa, resfriado como un copo de nieve en verano, apenas podías taparte y ya me pedías que corriera para una toalla, ¿dónde?, te gritaba, y no lograbas señalarla de cuánto titiritabas.
Que cómo me acuerdo de todo, no sé, los detalles, como una mañana que “caminaba por el bosque lácteo y debajo de cada helecho había un cuaderno escrito cuyas hojas el tiempo había podrido”; y se me cayó la taza, prendió la cocina y un lago blanco entumeció mis pies que encharcados bebían. Recordé los bosques de los que me hablabas, reinaban en tus sueños aquellos en donde las copas de los árboles ascendían y tu piel se confundía con su tronco y tus dedos absorbían luz, solo luz.
Y llegué a la última palabra, la última frase, y mis lágrimas se confundieron con las letras que ya habías emborronado. Rodeaste “fin”. ¿Qué significó para ti? ¿Por qué lo rodeaste? A mí se me partía el alma, te lo confieso, parecía que me la estuvieras contando, te sentí a golpe de subrayado.
Parecía que apenas sabía nada de ti, y míranos, ahora, aquí hablando del tiempo y de cómo se posan las nubes sobre las farolas, de estas historias, y… Traigo esto. Es para ti. Pensé que podrías leerlo en voz alta mientras te escucho, podría leerlo luego yo mientras tú escuchas, así, leerlo, poquito a poquito, quién sabe, por pasar el tiempo.