Si bien se suele utilizar la expresión discurso del odio para hablar de la discriminación social como argumento para reforzar tesis populistas, en España se produce un efecto parecido en términos de política. Nuestro país es un perfecto ejemplo de cortoplacismo, donde las decisiones se toman de comicios en comicios, pues el fin perseguido por las agrupaciones políticas es convencer al votante (para mantenerse o acceder al poder) y no satisfacer sus necesidades.
El estilo discursivo ideal para ganar elecciones cuando no se tiene una argumentación sólida es buscar lagunas en la del rival. En la política española se produce un intercambio de cañonazos que crea fanatismo en las bases, separa a militantes y endurece cualquier negociación. Esto se une a los agujeros en los programas y conforma una realidad preocupante: el odio se extiende y los líderes de los principales partidos reniegan del consenso, en favor del interés particular.
Idóneo para el corto plazo, a la larga este sistema resulta contraproducente para los propios contendientes que usan ese hilo argumental. Al ser víctimas y culpables del odio, terminan convirtiéndose en focos de este por parte de la opinión pública. Esto ha desembocado en un problema singular: la gente vota al menos malo, no al más adecuado. A raíz de la corrupción, el retraso ideológico, la hipocresía y las crisis económicas y sociales, se observa al político con escepticismo.
La poca fe en las alternativas de voto crea una espiral de silencio
Ahora mismo el panorama no podía ser menos halagüeño. El sistema no da confianza a un censo que no se cree al género político y donde el «discurso del odio» mancha a veteranos y noveles. La falta de fe en todas las alternativas de voto ha provocado una espiral de silencio en cuanto a las preferencias, creándose incomodidad cuando se plantean preguntas al respecto.
Se debe producir un cambio de paradigma con respecto a esta situación. Se necesitan políticos que busquen consenso, que basen su argumentación en sus programas, y no en las lagunas de los ajenos, para que los electores vuelvan a ganar confianza en el sistema. El desprecio hacia este ha provocado una ola creciente de antinacionalismo y desarraigo de la tierra, y la idea de que España es un país sin remedio se extiende como la pólvora.