Salía ayer de mi casa, en el barrio de La Salud en Santa Cruz de Tenerife, cuando vi a unos padres con su hijo. No tendrían más de veinticinco años y se disponían a estrenar un regalo que le habían hecho. El niño todavía no era capaz de hablar con soltura ni de andar con agilidad, pero trataba de subirse a una minimoto de gasolina. Ese era el regalo que iba a estrenar. El padre le ayudó a subir al diminuto artefacto porque el pequeño era incapaz de hacerlo por sí mismo. Enseguida se cayó. No podía sostenerse. Repitió el proceso una y otra vez, incansable, mientras el progenitor insistía en lo importante que sería para su futuro saber montar en moto.
Me sorprendió la escena. Hay quienes ignoran que la infancia es la etapa en la que más dúctil es la personalidad del sujeto. En ella aprendemos los hábitos, prejuicios, manías… que nos acompañarán toda la vida. Además, no se desarrollarán las mismas capacidades en una casa en donde se vea telebasura de forma continua frente a otra que fomente actividades relacionadas con la cultura o el arte. Así de simple.
El origen social de las familias marca las probabilidades de éxito en la vida laboral de los jóvenes. En La Salud, por ejemplo, más de dos tercios de la población mayor de dieciséis años poseía en 2014 un nivel de estudios igual o inferior a la Enseñanza Secundaria Obligatoria. Concretamente, según el Ayuntamiento capitalino, 7.833 personas de un total de 11.749.
En este escenario es difícil que los padres sean capaces de orientar a sus hijos hacia una formación superior. Casi con total seguridad, la mayoría de los niños educados en esta clase de familias no llegará a acceder a una educación universitaria. Y si alguno lo consigue, le habrá costado un esfuerzo titánico. Por otro lado, a la hora de acceder al mercado laboral les será mucho más complejo que a otros con un origen sociocultural más alto. Eso sí, en mi barrio de moteros las dos ruedas son una salida…