Esta vez fue diferente. Ayer, sábado 28 de abril y hoy, domingo 29, el Adán Martín se ha llenado de niños emocionados que no pararon de hablar mientras los músicos afinaban sus instrumentos. Cuando las luces se apagaron, el silencio se impuso y, luego, sonaron los primeros compases. Se subió el telón, comenzando así el espectáculo que acabaría con una oleada de aplausos casi interminable. El suelo del escenario se llenó de una bruma misteriosa que presagiaba una historia repleta de situaciones contradictorias, extrañas y apasionantes.
La niebla cae sobre la orquesta dando paso al príncipe Tamino que huye de una horrible serpiente. Procura liberarse del monstruo, pide ayuda y, aunque parece que nadie ha escuchado sus súplicas, finalmente aparecen tres damas que dan muerte al enorme y malvado reptil. En ese momento, se abre paso Papageno, un cazador de pájaros que dice ser el mejor y le asegura al protagonista que gracias a él sigue con vida. Sin embargo, las tres mujeres, tras escuchar esta falsedad, deciden taparle la boca al mentiroso para que aprenda la lección.
Promesa de amor envenenada
El trío se acerca al príncipe para enseñarle la imagen de Pamina, la hija de la Reina de la Noche. El joven se enamora a primera vista y desea poder conocerla, abrazarla y quererla. Su majestad irrumpe sobre el plató para explicar que su amado retoño está en peligro porque el mago Sarastro la ha secuestrado. Tamino recibe la promesa de que, si consigue salvar a la doncella, podrá casarse con ella. Aún con el brillo en la mirada, se dispone a buscarla, pero no irá solo: Papageno irá con él. Para garantizar que puedan cumplir con la misión, las hembras les hacen entrega de una flauta mágica y un carillón.
Por el camino, empiezan a ser conscientes de la complejidad de la tarea que se les ha encomendado y tiemblan de miedo, aunque el amor supera cualquier temor. El escueto equipo se divide para avanzar más rápido, siendo el cazador el que encuentra primero a la prisionera. No muy lejos de allí, el príncipe decide salirse del guion original: “Me han dicho que hay muchos niños en la sala, ¿es así?”. Al unísono, los menores congregados en la Sala Sinfónica responden que sí entre risas y vítores. El protagonista les sugiere tocar la flauta a la vez y los pequeños acceden, generando un ambiente de juego y entretenimiento poco habitual en una ópera.
En un momento de soledad e intimidad, Pamina le confiesa al mago y dueño del castillo donde está encerrada que siente que su madre está sufriendo por ella, por lo que desea volver inmediatamente a su hogar. Sarastro se mantiene tranquilo y advierte a la joven de que debería desconfiar de la Reina de la Noche. Con ayuda de los ángeles oscuros, la emperatriz consigue dar con su hija y le da una espada: debe matar a Sarastro puesto que, de lo contrario, el vínculo materno filial que las une se romperá.
¡Silencio! ¡Que nadie hable!
Dentro del templo, Tamino y Papageno son puestos a prueba: deben guardar silencio incluso si se topan con sus amantes. Primero aparece una señora vieja y aparentemente desaliñada que resulta ser, en realidad, una joven de “dieciocho años y dos segundos” que bebe los vientos por el cazador. De pronto, desaparece. La otra pareja vive un doloroso episodio cuando ella pretende conversar con el joven y este le responde con ausencia de palabras entonadas. ¡Qué dolor! Era fácil pensar que ya no valía de nada el amor. Mas si Pamina supiera…
Tras superar varios exámenes de valentía, coraje y honestidad, los dos personajes principales consiguen imponer el bien sobre el mal. Una vez más, el sentimiento más puro y bonito triunfa por encima de una reina cruel, un sirviente egoísta y unas criadas perversas. Sarastro da la aprobación a la relación entre Tamino y la princesa y, por fin, pueden amarse sin inconvenientes. Incluso cuando las posibilidades de que las cosas salgan bien son mínimas, siempre queda la opción de ver la magia con el corazón.